martes, marzo 19, 2024
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PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO: UN LLAMADO A SER EL CONSUELO QUE EL PRÓJIMO NECESITA

POR: MILENA ORTIZ HERNÁNDEZ

Al tiempo que escribo estas palabras, desde la comodidad de mi escritorio y usted lee, probablemente, en el confort de su asiento, cientos de personas están luchando por su vida en una cama de hospital y, tras ellos, hay familiares y amigos que sufren por su enfermedad. Algunos tenemos el privilegio de llevar vidas tranquilas, con mínimos problemas, pero muchos están padeciendo aflicciones, justo en este instante. Estando en nuestro bienestar y tranquilidad, es muy fácil ver el dolor ajeno y seguir de largo; es tan sencillo como pasar la página que está leyendo ahora. Cuán simple es voltear la mirada ante el sufrimiento de otros y enfocarse en los asuntos y deseos propios.

Pero hay alguien que desde el cielo vio la aflicción de la Tierra, no pasó de largo y espera que hagamos lo mismo. Las Sagradas Escrituras dicen en el Salmo 14:2-3 que “el Señor ha mirado desde los cielos sobre los hijos de los hombres. . . Pero todos se han desviado, a una se han corrompido; no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno”. ¿Qué espera ver Dios desde su trono celestial? Isaías 1:16-17 lo resume: “Lávense, límpiense, quiten la maldad de sus obras de delante de mis ojos. Cesen de hacer el mal. Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, reprendan al opresor, defiendan al huérfano, aboguen por la viuda”.

En estos versículos, la primera demanda es que nos arrepintamos por las veces en que, por nuestra maldad, le hemos causado dolor a alguien; en segundo lugar, se nos pide atender la aflicción de los que están atribulados. Las obras que se nos exigen aquí, hacen parte de los mandamientos de la ley, los cuales se resumen en amar a Dios y al prójimo como a uno mismo; por eso, “el cumplimiento de la ley es el amor”, tal como lo explica Romanos 13:10. Si decimos que amamos a quienes nos rodean, no solo evitamos pecar contra ellos, sino que también los acompañamos en cada situación que viven, gozamos con los que gozan y lloramos con los que lloran, como se nos exhorta en Romanos 12:15.

Si dejamos de pensar en nosotros mismos por un momento y nos dedicamos a observar nuestro entorno, encontraremos un mundo donde abunda la violencia y escasea el amor; este fue el panorama visto por Dios desde los cielos, por lo cual Jesús, dejando la gloriosa comodidad del cielo, vino a la Tierra para hacer justicia por nosotros, cumpliendo la ley al amar con todo su ser a Dios y amarnos a nosotros como a él mismo, tomando nuestro lugar, recibiendo en la cruz el castigo por todas nuestras maldades, a fin de que seamos libres del odio y orgullo, que son la raíz del pecado, y pudiéramos vivir en la justicia del amor.

Es necesario recordar esto, porque el Rey de los Cielos, pudiendo ignorar el sufrimiento de la humanidad, causado por la maldad que dominaba los corazones, no se hizo de la vista gorda, sino que dio su propia vida para traer consuelo y salvarnos de la muerte. Ahora, Dios demanda que hagamos eso mismo que Él hizo por nosotros; esto nos exhortó Jesús en Lucas 10, a través de la parábola del buen samaritano, quien andando por el camino se topó con un hombre moribundo, a causa de ladrones que le habían quitado todo y herido gravemente. Dicho personaje, movido en misericordia, se acercó a él, le vendó sus heridas y lo llevó a un lugar donde pudiera refugiarse y recuperarse, pagándolo con su propio dinero.

Este buen samaritano, por un momento se negó a sí mismo; no le importó que tuviese un camino que recorrer e itinerario que cumplir para llegar a su destino. Al ver el dolor de otro, se dejó afectar y cambió sus planes; al limpiar sus heridas, se ensució las manos y con el dinero que usó al pagarle hospedaje, probablemente, dejó de adquirir algún bien. Él le socorrió cuando nadie más lo había hecho, porque antes que él pasara, un sacerdote y un levita habían visto al moribundo, pero siguieron de largo, ignorándolo.

Muchas veces, nosotros somos más como estos últimos personajes que menciono; vamos andando por nuestra vida, pendientes del próximo destino al que queremos llegar, atendiendo nuestras necesidades e, incluso, soñando con lujos que no son indispensables, y cuando ante nosotros se presenta una persona en aflicción, en el mejor de los casos, les damos palabras de aliento, si acaso una palmadita en el hombro y con eso creemos que hemos obrado bien; pero no nos detenemos en el camino para evaluar cómo podemos socorrerle. No estamos dispuestos a dejar de ocuparnos de nuestras cosas para ayudar a otros; tampoco, a desviarnos para aliviar el dolor ajeno y, mucho menos, de vaciar un poco nuestros bolsillos, a fin de suplir las necesidades de alguien más.

Si nos detenemos a mirar alrededor, seguramente, no hará falta ir muy lejos para ver personas en situaciones de dolor, sobre todo, por la pandemia que ha golpeado fuertemente tantas familias; imitemos al buen samaritano y seamos el consuelo que alguien necesita, hagamos lo que esté en nuestras manos para aliviar el sufrimiento de quienes nos rodean, usemos lo que hemos recibido para vendar heridas y dar refugio a quien le haga falta; dediquemos nuestras fuerzas y recursos para el bienestar del prójimo, pues en muchas ocasiones, seremos la respuesta que alguien está esperando. No será posible transformar el mundo, pero podemos ayudar a que uno más encuentre paz y gozo en medio de su lamento. Así como Jesús tuvo compasión de nosotros, Él nos dice hoy en Lucas 10:37: “Ve, y haz tú lo mismo”.

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